Por: Isabella Mojica
Irene

I
El relinchar de mi caballo alertó a los perros de la hacienda, que se levantaron de sus siestas con las orejas paradas y los rabos agitados, llegando a la carrera hacia donde yo me encontraba. Le acaricié el cuello a Niebla, mi yegua, para que no se incomodara por la presencia de los canes, que la husmeaban, para reconocerla. Me ajusté el sombrero y repetí en mi cabeza la frase que iba a decir cuando preguntaran por mí: Soy Elías Erazo, hijo de Abraham Erazo, de Las Nieves. Esperaba, de todo corazón, que los dueños de La Bomboná, hacienda en la que me encontraba, se acordaran de mi rostro, del pequeño Elías que solía venir a jugar con la más pequeña de todas las hijas: Irene. Cuando la dejé, ella tenía seis y yo ocho primaveras. Tuve que decirle adiós porque me iba a estudiar a Europa, y no podía volver aquí, a los páramos helados de Nariño, tan rápido como hubiera querido. Ahora, doce años después, podía volver para hacer cumplir una promesa infantil, a la que la inocencia no le quitaba lo verdadera, ni la hacía menos real.
Mi yegua estornudó, cambió el peso a sus patas distintas y le lanzó un mordisco a uno de los perros, que se había acercado mucho a ella. Vi, después de calmarla, cómo a la distancia venía caminando a paso rápido un hombre bajito y rechoncho, con una ruana gruesa de lana cubriéndole casi todo el cuerpo y un machete terciado. Los años se le notaban en el andar, en la manera en la que escondía los brazos dentro del calor de la ruana, para que el frío no se le pegara por mucho tiempo en la piel. Lo reconocí de inmediato, ¿cómo no? ¿Qué hijo pródigo no reconocería a su propio padre -o su padre adoptivo, su segundo padre, como lo fue José para Jesús- incluso después de que los años pasaran y pasaran? Hacia mí se acercaba José Arcadio, el encargado de la hacienda La Bomboná desde hace más de veinte años. El hombre que me crió durante ocho años de mi vida, ante la ausencia de mi padre, viajero por excelencia, me miró desde la distancia con recelo.
-¿Qué se le ofrece? -me preguntó José Arcadio (o papá Dio, como yo le solía decir).
-¡Soy yo!, ¡soy yo! -al final no terminé diciendo lo que tenía planeado, pero es que la emoción de ver a José Arcadio fue tan grande, que cualquier gesto de frialdad se desvaneció-. ¡Elías Erazo!
José Arcadio espantó a los perros con un "¡ucha!, ¡ucha!, ¡basta bestias!", antes de verme a la cara. Una sonrisa se dibujó en su rostro al ver que, efectivamente, no le estaba mintiendo. El hombre se llevó las manos a la cabeza, de la sorpresa al verme de pie, sin haberle avisado antes, en la entrada de la hacienda. Me bajé de la yegua con un solo movimiento, para poder darle un abrazo y saludarlo como se debía. José Arcadio tomó a Niebla de las riendas y la mantuvo serena, detrás de nosotros, caminando con ese paso rítmico que tanto caracterizaba a nuestros caballos.
El camino hacia la hacienda se me hizo más largo de lo normal, pues, aunque ver a José Arcadio me traía una inmensa alegría, el motivo por el cual me había venido derecho de Las Nieves a La Bomboná tenía nombre, apellido, y un pelo tan negro como el ala de un cuervo.
II
Cuando llegué de nuevo a Nariño fueron las montañas las que me dieron la bienvenida que tanto ansiaba. El volcán Galeras se alzaba gigante por encima de todo y de todos, como el ojo de un dios vigilante, cuya voluntad era única e indiscutible. Era este ojo de lava ardiente el que nos observaba con quietud activa, que avisaba en qué momento podría encenderse y decidir cubrir de ceniza negra todo a su alrededor. Esa era la diferencia principal que mis tierras tenían con las tierras extranjeras: allá, en determinada época del año, un manto blanco cubría casas y árboles, caminos y lagos; aquí, en cambio, el manto negro producto de las erupciones del volcán podía llegar sin avisar, y podían caer y caer, como copos de nieve, cenizas de todas las tonalidades de grises y negros, como si quisieran asfixiar la ciudad. Como si quisieran asfixiarnos a nosotros.
III
Dejé que José Arcadio se encargara de Niebla sin poner mucha resistencia, confiaba en él, sabía que mi yegua se encontraba en buenas manos. Me acomodé la ruana a medida que iba caminando por la hacienda, sin saber a quién podía encontrarme primero, ojalá y fuera Irene, mi amada Irene, a quién dejé hace mucho tiempo guardada entre el frío y la niebla de este lugar. Quería saber cómo se veía, de seguro había crecido para convertirse en una mujer hermosa. La busco entre los pasillos de la hacienda, debajo de las mesas, entre los lienzos al óleo que decoran las paredes que van quedando detrás de mí. Irene. Irene. Irene. Mi Irene. La mujer que me ha correspondido desde que era pequeño, tan solo un niño perdidamente enamorado de su amiga de la infancia. Irene, ¿me amarás, Irene? ¿Seré yo el objeto de tu deseo, tanto como tú eres el mío?
El miedo de que ella no me reconociera, de que me rechazara, se instaló en mi pecho con fuerza, con una violencia ciega que me llevó a caminar más rápido por los pasillos, buscando, buscándola, pues nada era más importante que volver a respirar el mismo aire que ella dentro de una misma habitación. Conocía esta hacienda casi como mi propia casa; sin embargo, en este momento todo me parecía más lejano, los pasillos más largos, las paredes más altas. Necesitaba ver una cara familiar, alguien (o algo) que me llevara a la mujer que por tanto tiempo había vivido dentro de mi cabeza más que en su propia hacienda.
De tanto pensar y pensar no me percaté que, en realidad, no me había movido de la entrada de la hacienda, y que sólo estaba recorriéndola a través de mis recuerdos. Seguía pasmado en la puerta, sin saber hacia dónde empezar a caminar.
Vi venir a doña María, la esposa de José Arcadio. Caminaba con una taza humeante -de lo que yo sospechaba- era aguapanela con leche. Parecía estarme buscando, así que intuí que su esposo le había avisado de mi llegada a ella, ¿le habría avisado también a Irene? Esperaba que no, o tal vez que sí. No estaba muy seguro.
-Niño Elías, bienvenido -me dijo doña María, tendiéndome la taza de aguapanela con leche. Por dentro me alegraba de haber hecho una predicción correcta-. Pase adentro y resguárdese del frío. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que cruzó por esa puerta por última vez! Siga, siga -me siguió diciendo, al tiempo que se hacía a un lado para dejarme pasar.
Me quité el sombrero al entrar a la casa, también me desembaracé del bolso que traía conmigo. Lo único que me dejé puesto fue la ruana, que me mantenía caliente, pues seguía sin acostumbrarme al frío de mis tierras.
-Doña María, que gusto volver a verla. Ha pasado tiempo, sí, ha pasado tiempo. ¿Cómo está toda la familia? ¿Don Fausto, doña Marcela? -pregunté. Si bien sí me interesaba conocer el destino de mi familia, había alguien que ocupaba el primer puesto en mi interés.
-Don Fausto bien, mijito, se fue ayer a la ciudad, debía comprar medicinas, que necesitamos -empezó diciendo doña María, sin ahondar mucho en el tema. Sabía que ella intuía la verdad detrás de la pregunta-. Y doña Marcela... -una pausa-, ella está en este momento con Irene, en su habitación.
Le agradecí a doña María por la información y le devolví la taza vacía en la que me había dado la aguapanela, empezando a caminar hacia el interior de la casa. Mis botas de montar sonaban en el piso de la hacienda, haciendo eco de mis pisadas. Giré en una conocida esquina y me detuve en frente de la puerta que daba a la habitación de Irene. Tomé una profunda respiración antes de llamar a la puerta.
IV
El verde era mi color favorito. Más específicamente el verde del pasto y las montañas. Ese verde que resplandecía en los días soleados, cuando las nubes se disipaban en el cielo y la temperatura aumentaba un poco, diferentes parches de verde se podían observar en el horizonte de la mirada. Era sobre esos verdes que Irene y yo jugábamos cuando éramos pequeños, perseguíamos a las ovejas y nos acostábamos sobre las ruanas para darle forma a las tímidas nubes que de vez en cuando aparecían en el cielo. Mis mejores recuerdos están situados sobre montañas marrones, un cielo azul, el blanco de la punta del volcán Galeras, pero, por encima de todo, sobre verde. Un verde que era cubierto por el rojo del cielo al atardecer, el gris de la niebla de los días lluviosos y el calor de Irene.
V
Cuando entré a la habitación, Irene estaba tendida en la cama. Su madre le estaba poniendo paños de agua sobre la frente y le sostenía la mano con delicadeza. El corazón se me subió a la garganta y saludé casi en un susurro, pues mi voz parecía no encontrar el camino correcto para salir con fuerza por mi garganta. Doña Marcela me saludó con un abrazo, separándose de su hija por unos segundos, me preguntó cómo había estado y, con lágrimas en los ojos, le avisó a Irene que yo me encontraba aquí.
Irene, mi Irene, la mujer que vivía en mis pensamientos todo el tiempo, por la que me había guardado todo este tiempo, el sol que le daba al paisaje de Nariño su característico verde, se encontraba pálida en su cama, tenía los labios rotos y rodeados por un fino color purpúreo. Al verme, sonrió.
Reconocí el gélido aliento de la muerte en ella.
Las lágrimas se acumularon en el borde de mis ojos al tiempo que me arrodillaba para quedarme a su altura. La tomé de la mano, como segundos antes la había sostenido doña Marcela y le besé el dorso, la palma y los dedos con delicadeza. Roto por verla en ese estado. Irene se moría.
-He llegado muy tarde a cumplir mi promesa -le dije, con un nudo en la garganta.
-Elías...
Escuchar mi nombre salir de sus labios puso a mi corazón a latir con fuerza. No podía perderla, al menos tenía que casarme con ella, como fuera, tenía que ser mi mujer, mi esposa, mi Irene.
-Casémonos, Irene, casémonos hoy -le dije, llenándole la mano de besos otra vez. Ella me dedicó una débil sonrisa.
-¿Estás seguro? -me preguntó doña Marcela, de pie junto a su hija.
Yo asentí con la cabeza, las lágrimas se me escurrían por las mejillas.
Doña marcela mantuvo la cabeza en alto cuando salió de la habitación y me dijo:
-Llamaré al cura.
-Perdóname -le dije a Irene cuando me quedé a solas con ella-, he llegado muy tarde, no sabía que estabas enferma.
Irene posó su mano libre sobre la que le estaba sosteniendo y volvió a sonreírme. Traté de adivinar cuánto tiempo tendría a su lado. Irene tosió. Parece que no mucho.
-Lo importante es que llegaste -me dijo. Respirar se le dificultaba y de vez en cuando temblaba de manera ligera. Volvió a toser, esta vez con más fuerza, y un gemido lastimero se le escapó de los labios. Sus manos hervían ente las mías y su mirada se veía perdida, débil, como si cada inhalación que diera fuera por pura voluntad propia, porque parecía que su cuerpo ya no quería seguir respirando.
Antes de que le pudiera responder algo, doña Marcela entró a la habitación con una cubeta de agua fría y más paños de tela.
-Ya hablé con el cura -me dijo, mirándome desde arriba. Yo me hice a un lado para que ella pudiera cuidar mejor a su hija-. Mañana por la mañana viene a la hacienda.
-Gracias -le respondí, con una sonrisa-. ¿Oíste eso, Irene? Podemos casarnos.
Ella no respondió. Se había sumido en un sueño por su estado de debilidad y su pecho bajaba y subía con dificultad. Como pude me despedí de doña Marcela, que muy amablemente me ofreció hospedaje. Acepté, dejándola sola con su hija, a quien estaba intentando bajarle la fiebre pasándole el paño helado por lo brazos.
VI
Irene murió una semana después de casarnos.
El día de la boda la encontré sentada en la cama, con ayuda de su madre, se había peinado los cabellos y los tenía decorados con pequeñas flores. Vestía una bata blanca y parecía que se había aplicado algo para que sus labios no se vieran tan secos y resquebrajados por la fiebre. La ceremonia transcurrió de manera rápida y, cuando el cura dijo que podía "besar a la novia" yo le deposité a Irene un suave beso en la coronilla, pues quería mantenerla tan pura como fuera posible, para que su entrada al cielo no fuera denegada por ninguna manera. Ella era un ángel que no debía sufrir los pecados del deseo terrenal.
La semana que estuvimos casados tuvo días de sol, las flores tenían colores más fuertes y los pájaros cantaban las más hermosas melodías; sin embargo, el día que Irene falleció yo estaba a su lado, tratando de cubrirla del frío de la lluvia, pues la niebla era densa y le impedía respirar. Ella se fue entre mis brazos, con su cabeza apoyada sobre mi pecho, mis latidos arrullándola y mis lágrimas silenciosas acompañándola cuando exhaló su último suspiro.